martes, 16 de febrero de 2010

Carta a mi Padre


Anhelabas mi nacimiento y yo también anhelaba conocerte. Pero quizá una vez pasada la emoción de la noticia, me volví un envoltorio que mirabas a ratos y desconocías en cuanto empezaba a llorar o a oler mal. Yo, en cambio, nunca perdí la emoción de tu presencia. Eras la persona que mas deseaba ver, en medio del mundo de mujeres que me rodearon desde mi nacimiento.


Cuando era pequeño, me preguntaba porque me habías abandonado con el otro sexo. Quería a mi madre, a mi abuela, a mis hermanas, pero tú, ¿porque no pasabas más ratos perdidos conmigo? Yo, que era como tú, que llevaba incluso tu mismo nombre, me pasaba deseando verte, abrazarte, soñaba con que tú me quisieras tanto como yo a ti, con esa mezcla de admiración desmedida y deseo infantil de ser abrazado y acariciado, por ti papá. Si, también por ti.


“El es hombre” dijiste un día que mi madre recomendó que me abrazaras cuando me lastimé al caerme. Me miraste, enfurecido por mis lágrimas y reiteraste la frase: “El es hombre”. Yo me sentía simplemente lastimado y asustado por el golpe. Deseoso de que tú, mi padre, mi héroe, me consolara y compartiera mi dolor. Tuve que entender que a nosotros los hombres no nos es dado el dolor ni el consuelo de la ternura de nuestros semejantes. Sólo nos pueden consolar y abrazar las mujeres.

Hoy, todavía, a veces siento ganas de acercarme a ti. Quisiera que me hablaras de tus miedos, de tus inseguridades, porque seguramente también las tuviste algunas veces. Quisiera que me tranquilizaras cuando dudo, cuando siento miedo y me dijeras que es válido que los hombres sintamos temores, angustia, incertidumbre.


Recuerdo las escasas ocasiones en que jugabas conmigo. Me golpeabas y esperabas que yo entendiera que ésa era la forma de darme amor. Me exigías calificaciones, limpieza, orden, respeto, disciplina. Me dabas poco a cambio. Ni siquiera algo de tu presencia.


Me pasaba esperando el fin de semana para verte un rato y tú te ibas a jugar al club con amigos o veías la televisión sin casi hablar con nosotros. Cuando, al fin, empezabas a llevarme contigo, me aterraba manejar mal la pelota, me asustaba la posibilidad de hacerte quedar mal. Sabía que yo tenía que ser un hombre, no un niño, pero no sabía qué era exactamente lo que deseabas de mí. Prefería no hablar, porque cuando lo hacía corregías mi vocabulario o te irritabas ante mi ignorancia. “No hagas preguntas tontas” decías con aire ofendido. Ante tus amigos guardaba silencio por temor a dejarte en mal y tú lo interpretabas como indiferencia o falta de agradecimiento de que me llevaras.


Luego me enfermé de las anginas a los diez años y hubo que operarme. Me contaste la anécdota del hijo del médico a quien él operó sin anestesia para demostrar que su hijo era muy hombre. Viví aterrado varias semanas pensando que tú también esperabas de mí una prueba semejante y me sentía horrorizado de mí mismo y de mi miedo ante el dolor de la operación. Finalmente me llevaste al hospital y nunca me explicaste si iban a anestesiarme o no. Creo que a la fecha despierto por la noche con pesadillas de aquel momento. Y al ir empezando a desarrollarme, recuerdo tus frases irónicas que suponías yo entendía y que, para mí, eran un lenguaje incomprensible. Te reíste la primera vez que me enamoré de una compañera de la escuela. El amor romántico que sentí te pareció ridículo.


Papá ¿Qué podría pedirte? Tal vez algo que tu padre te negó: tu amistad y tu afecto. Pero no el afecto teórico que yo debo entender que existe, aunque nunca lo manifiestes. No el dinero que sustituya tu presencia o tu compañía. No quiero –aunque sé que tú así lo crees- que me des regalos, una mensualidad mayor que la que tengo. Quisiera la posibilidad de discutir contigo mis dudas acerca de mi papel de hombre en este mundo tan difícil. Quisiera hablarte de mis deseos -¿tal vez indignos de un hombre?- de dar y recibir ternura. Me gustaría que conocieras mis deseos y mis proyectos para el futuro, pero hablarlos contigo sin que tú frunzas el entrecejo antes de que yo empiece a hablar.


Quisiera que no me remitieras a mi madre cada vez que empiezo la frase diciendo: “Papá, quisiera platicar contigo” Tú eres muy importante. Ella ocupa un sitio primordial porque tú nunca estuviste cerca de mis brazos que querían abrazarte. Porque además del afecto que me dio como madre, suplió tus ausencias, suavizó tus enojos. Pero te quiero también a ti, quiero sentir que mi padre es alguien más que el señor que firma los cheques y paga la colegiatura.

Quisiera ser hijo antes de que la vida me coloque en la posibilidad de ser padre. Ser tu hijo aunque sea por unas horas solamente. ¿Sería posible?